José Miguel G. Cortés
Universidad Politécnica de Valencia
“Así perdí una parte de la ciudad; o, por mejor decirlo, una parte de mi ciudad me fue robada. Imaginé una ciudad en que las calles, las aceras, se van cerrando poco a poco para nosotros, como las habitaciones de la casa en el cuento de Cortázar, hasta acabar por expulsarnos.”
Juan Gabriel Vásquez
Desde finales del siglo XIX la sociedad occidental argumenta su existencia mediante la creación y difusión de una cultura que glorifica la presencia de un mundo individualizado creado por hombres y basado en un ideal productivo, donde la eficacia de movimientos y de gestos, la fetichización de la higiene o las actitudes corporales estandarizadas, son considerados como fines en sí mismos que son importados a la estructuración de los hogares y a la organización de la vida cotidiana, hasta llegar a ser entendidos como los ejes estructuradores de las relaciones humanas y sociales. Paralelamente, y en clara simbiosis con esas ideas, las estructuras arquitectónicas ofrecen un mundo perfectamente planificado que ayuda a crear un entorno moral y espacial también perfectamente proporcionado. Todo ello con el propósito fundamental de implantar una visión disciplinaria y rígida de las actitudes, los comportamientos o los deseos que validan los conceptos morales de la clase media. Se trata, en definitiva, de conseguir un cuerpo dócil en un espacio controlado; algo que poco a poco, y de un modo más o menos sutil, se ha ido consiguiendo plenamente. De hecho, podemos comprobar cómo las ciudades occidentales han potenciado una estructura urbana que ha creado rígidas separaciones por diferencias de clase, de raza o de género, lo cual ha conformado las divisiones espaciales en las diferentes esferas de convivencia y trabajo, es decir, tanto en el diseño de los barrios, de las casas, de los centros de trabajo, como en las zonas comerciales o de ocio. Todo lo cual ha contribuido a producir y reproducir una jerárquica visión de los valores emocionales, físicos y materiales que deben vertebrar socialmente una ciudad.
En ese sentido, la planificación del espacio urbano (presentada, a menudo y de un modo interesado, como una ordenación meramente técnica) debe ser considerada como una de las tecnologías de dominación que tiene que estar continuamente tratando de resolver muy diferentes problemas, entre ellos los relacionados con los aspectos de inclusión o exclusión, de visibilidad u ocultación, de control o sumisión entre los que se desenvuelven los ciudadanos. No hay que olvidar que las diferentes formas de actividad humana imponen significados y transforman un espacio “mental” en un paisaje arquitectónico específico lleno de significado político. Y para ello es fundamental, tal como señala el arquitecto norteamericano Joel Sanders, la hegemonía de los hombres para acceder al domino de la visión, ya que ésta se conforma como un privilegio cultural que consigue que permanezca el control masculino sobre la distribución espacial de la mirada y la construcción arquitectónica de la masculinidad. Por ese motivo, la ordenación urbana (uno de los instrumentos de opresión más efectivo) consigue a través de la mirada masculina (hegemónica) consolidar sus órdenes lingüísticos y ser la portadora del sentido, es decir, la que constituye el modo, la forma y la manera en qué se mira y cómo se mira a la hora de construir la ciudad.
Durante siglos la mirada al servicio del orden patriarcal ha estado dominando el orden social, proyectando los roles culturalmente establecidos y mostrando una única manera de relacionarnos, movernos y organizarnos en el espacio. Una única manera con la cual nos debíamos identificar y llevar a cabo la inscripción normativa de nuestro cuerpo en el entorno social o la marginación del mismo, ya que cada sociedad se define no sólo por lo que incluye y apoya, sino también por lo que excluye e ignora. Así, en ese contexto, los cuerpos “desviados” o las actitudes “equivocadas” tienen muchas dificultades para encontrar modelos u objetos de identificación en este proceso espacial y cultural identitario pues, generalmente, no existe un lugar para ellos. La unicidad de pensamiento se enfrenta a cualquier atisbo de heterogeneidad e impone las señas de identidad de la masculinidad como medida y razón de ser de cualquier actitud y ocupación de la ciudad. Como ha escrito la profesora Diane Agrest, el antropomorfismo masculino es el que sustenta el sistema arquitectónico occidental desde Vitrubio, el cual establece un orden simbólico constructivo en el que el cuerpo de la mujer y el de las minorías están ausentes, reprimidos u olvidados. Sin embargo, en estos últimos años las cosas están cambiando y lo que permanecía oculto se revela o, al menos, parece susceptible de discusión. Nuevos conceptos espaciales empiezan a abrirse camino, se apropian de los órdenes clásicos y los subvierten en nuevas y liberadoras propuestas que inciden en la expresión y seducción de los cuerpos, de todo tipo de cuerpos. En este sentido, conseguir la perturbación de la mirada masculina es un aspecto fundamental en el intento por modificar las configuraciones de las fronteras espaciales, ya que, de este modo, se pueden desestabilizar las contradicciones binarias de las que dependen los códigos narrativos y las teorías convencionales del espacio, al tiempo que se posibilita la creación de nuevas maneras de mirar mucho más ricas y plurales.
Nuevas maneras de mirar que, a menudo, cuestionan lo establecido y por ello se entienden como peligrosas para el orden instituido, lo que ha originado que el espacio urbano se asemeje, cada día más, a un inmenso lugar en el que cada presencia crítica es entendida como una amenaza que debe ser controlada y vigilada. Las pesadillas de la sociedad de vigilancia, planteadas por el filósofo francés Michel Foucault en la figura del Panóptico, han superado todos los pronósticos de tipo carcelario para incluir cualquier espacio urbano (real o virtual) en el que aparece el cuerpo para registrarlo, controlarlo y domesticarlo. Actualmente, los cuerpos, todos los cuerpos, cualquier cuerpo, ha quedado reducido a un código cifrado por un enorme y complejo GPS que rastrea, señala y persigue cualquier movimiento realizado en la ciudad por pequeño que éste sea. Se trata de la introducción de formas limpias y racionales de control social que sutilmente se incrusta en las actitudes y en los hábitos personales de todos nosotros, en las que la visibilidad permanente se convierte en una trampa en la que la multitud, inconexa e indiferenciada, es reemplazada por una serie de individuos separados, reconocibles y marcados. Se crea así una tecnología del sometimiento sutil y calculado, con unos métodos que conforman y recorren sin interrupción toda la estructura social urbana.
Estamos hablando de un poder que ya no basa su fuerza en la represión exterior, sino en algo más incorpóreo pero más efectivo como es la propia coerción, el propio sometimiento; un poder que consigue, al estar difundido en el cuerpo social y actuar directamente sobre el individuo, hacer posible que cada persona se convierta en su propio vigilante. Y ello es así porque su fuerza reside en ejercerse espontáneamente y sin aspavientos, en que sustituye la violencia o la coacción externa por la disciplina interna. De este modo, eso que podríamos considerar como un “panoptismo” global, trata de conseguir una sociedad atravesada completamente por mecanismos disciplinarios (tales como la vigilancia jerárquica, el registro continuo, el juicio y la clasificación perpetuos) y dominada por unos efectos de poder que prolongamos los propios ciudadanos. En definitiva, estamos hablando de métodos disciplinarios y procedimientos de examen constantes que consiguen convertir a los individuos en seres dóciles y útiles a los intereses marcados. En esta sociedad disciplinaria y de control que tanto Michel Foucault como, posteriormente, Gilles Deleuze plantearon, el poder ya no funciona tanto a través de la represión del deseo como mediante la clasificación, tabulación y organización de ese deseo.
En este sentido, el papel de la arquitectura como estructura orgánica para la organización de la ciudad, y el ejercicio del poder, también se ha ido modificando. Así, el muro que separaba claramente el espacio interior del exterior se ha ido deteriorando y se han abierto amplios orificios que permiten contemplar lo que sucede dentro de la esfera privada, a la vez que condicionan la permanente teatralización de la vida contemporánea. Estamos viendo cómo, bajo la influencia de los medios de comunicación y las cámaras de vigilancia, la consistencia espacial del interior se está disolviendo y sus habitantes se están convirtiendo en personajes que actúan en tiempo real. Podemos constatar cómo, desde la popularización de las estructuras trasparentes en los edificios modernos, hasta la inclusión de sofisticadas tecnologías de control en los espacios contemporáneos, se ha ido creando una nueva codificación del exhibicionismo público y del voyeurismo, así como una internalización de los imperativos disciplinarios. De igual modo, con esta transformación espacial, la relación de la población con las tecnologías de la mirada está cambiando de modo ostensible. Ahora, la vigilancia y el control permanente se han impuesto socialmente como algo positivo y han perdido gran parte de sus características más negativas al ser vistos no tanto como una imposición de un Estado que vigila, sino como el producto de una sociedad mediatizada que observa.De esta manera, la cada vez mayor demanda de seguridad y de protección por parte de la comunidad permite dar legitimidad a cualquier intrusión en la esfera de lo privado en aras del denominado bien común.
Hoy en día, parece que la autoridad tan sólo es tolerable si posee la habilidad para esconder sus propios mecanismos y consigue hacer pasar por el deseo general aquello que no es más que la legitimación de su poder específico. Como digo, ya no se trata de una relación de poder basada en la dominación evidente de una persona sobre otra, sino de un concepto de poder disperso y difuso a través del cuerpo social que utiliza las propias capacidades del sujeto para su propia represión. Un poder capaz de construir sujetos dóciles y operar mediante prácticas sociales y espaciales que se propagan a todos los rincones de la experiencia vital, un bio-poder que controla al sujeto en profundos niveles biológicos, disciplina sus gestos corporales, organiza sus hábitos y vigila sus deseos. Un poder que se concreta mediante la regulación de las experiencias vitales a través de la creación o regulación de fichas, análisis, estadísticas, censos, estudios, bases de datos,…que procesan todo tipo de información y que recogen todo tipo de aspectos (desde los nacimientos, las migraciones, la fecundidad, el envejecimiento, las prácticas sociales y sexuales, el acceso a la cultura…). Ahora, en estas sociedades de consumo en la que vivimos, ya no es tan necesario el control de los cuerpos mediante el castigo – es decir, mediante el derecho de muerte – como el poder sobre la vida, sobre el control de las poblaciones y sus deseos. Las nuevas tecnologías refuerzan y dotan cada vez de mayor sentido este tipo de sociedad que, apoyándose en el discurso de la seguridad y la prevención, dice garantizar la misma vida que controla.
En este proceso la sociedad actual decreta la crisis de las instituciones precedentes y funciona con un control al aire libre, sustituyendo a las antiguas disciplinas que operaban en la demarcación de un sistema cerrado. Después de la Segunda Guerra Mundial la lógica que presidía las instituciones disciplinarias se desparramó por todo el campo social, prescindiendo del encierro y asumiendo modalidades más fluidas, flexibles o tentaculares. Si antes lo social era recortado y estructurado por las instituciones configurando un espacio estriado, ahora navegamos en un espacio abierto, sin fronteras demarcadas por las instituciones (espacio liso). Si la sociedad disciplinaria forjaba moldes fijos y circuitos rígidos, la sociedad de control funciona con redes modulables. La lógica que antes estaba restringida a la prisión ahora abarca el campo social entero, como si la sociedad se hubiese convertido en una zona de vigilancia permanente. Es lo que Gilles Deleuze denomina como un “poder de modulación continua”; así, si en las sociedades disciplinarias el empeño se dirigía a moldear los cuerpos a determinados modelos y verdades, en las sociedades de control los moldes y los modelos no llegan nunca a constituirse total y definitivamente.
Vivimos en la época del imperio de las pantallas y de los programas por satélite, de la tecnología cibernética y de Internet, en el turno “óptico” de una sociedad guiada, cada vez más, por el bombardeo incesante de las imágenes. Es la constatación de la omnipresencia del ojo de la cámara, que nos vigila permanentemente mediante unas tecnologías orwellianas utilizadas para observar y controlar el movimiento de millones de ciudadanos en los diferentes momentos de la vida diaria: en la regulación del tráfico, en los grandes almacenes, en las zonas peatonales, en los aeropuertos y estaciones de viajeros, en todo tipo de información bancaria, en los usos y consultas de las tarjetas de crédito, en las escuchas telefónicas, en los correos electrónicos… Así, nos encontramos en que habitamos en unas sociedades de control basadas en procedimientos ubicuos de seguimiento electrónico y recopilación de datos, procesos de vigilancia miniaturizados y móviles, es decir, bajo la mirada de un despliegue de sistemas que tienen como función fundamental la modulación del flujo de experiencias vitales de todas y cada una de las personas.
Cada día resulta más evidente lo difícil que es escapar a la mirada controladora y a las redes de vigilancia que son capaces de penetrar hasta el último rincón de la experiencia humana para saciar los deseos voyeuristas de los vigilantes del orden. Resulta sorprendente comprobar cómo se está instaurando en la existencia cotidiana una “ecología del miedo” (como diría Mike Davis) que justifica el control de cualquier acto y/o espacio por nimio o pequeño que éste sea. Así, cualquier aspecto de la vida privada puede ser sacado a la esfera pública y cualquier acto puede ser grabado u observado sin previo aviso, muy especialmente, aquellos que se escapan de los límites normativos o que exceden las fronteras de lo permitido. Todo ello ayuda a generalizar la sospecha, a favorecer la delación, a incluir a los vecinos de un barrio en las labores de vigilancia, a desconfiar de los extraños o a estigmatizar a un grupo social u otro. Con estas actitudes, se alienta una obsesión desmedida por la seguridad que puede llegar a significar el sacrificio de las libertades políticas o sociales.
Y en este proceso de dominación, sutil pero global, es fundamental la complicidad de la arquitectura (ya que la organización del espacio y del tiempo posibilita la estructuración de la disciplina corporal) para elaborar diversas técnicas que consigan fijar a la gente en lugares precisos y reducirlos a un cierto número de gestos y hábitos. Por ello, y teniendo en cuenta que la experiencia práctica del cuerpo en el espacio es la primera relación desde la cual todas las demás concepciones ambientales son construidas, podemos decir que nuestro concepto de espacio emerge de la acción, de una cierta posesión del mundo por el propio cuerpo. En este sentido, es importante destacar cómo las importantes transformaciones que están sufriendo las ciudades contemporáneas en los últimos años se refieren no sólo a un cambio de escala o de paradigma, sino que implican, fundamentalmente, una trascendental transformación tecnológica que está teniendo como consecuencia unas arquitecturas más fluidas que tienden a abolir las distancias y a hacer del espacio urbano algo indiferenciado, un espacio sin lugar en el que triunfan las redes virtuales y multisensoriales.
Al mismo tiempo, la percepción de la ciudad adquiere su significado más evidente en función de dónde se sitúan los límites diseñados por la movilidad de cada sector social y marcado por las sensaciones de seguridad, inseguridad o peligro que cada uno de ellos experimenta en las calles. Así, y ante el temor de un uso libre (y sexual) de los espacios, la moral y el orden hegemónico necesitan acotar, señalar, encasillar, registrar, controlar y censurar las actividades que se realizan en cada lugar y vigilar que se “respeten las reglas del juego”, que nadie se salga ni se salte las normas establecidas por la autoridad. Actualmente casi todo se puede hacer, especialmente si se posee una Visa Oro, y siempre y cuando se haga en los lugares previamente señalados. El problema no está tanto en lo que se hace, sino en dónde se hace. Así, mientras no se sepa, no se vea, no se haga visible, no ocupe un espacio público, uno puede hacer en su casa o en un espacio cerrado (en el mundo de lo privado) lo que le parezca, pero eso sí, fuera de los ojos de la sociedad. Uno de los mayores temores del poder establecido es el desorden, es decir, que no existan unas normas claras, unos espacios acotados, unas actitudes marcadas, unos géneros concretos, unas sexualidades definidas… el que se ponga en duda las reglas que definen y separan lo permitido de lo prohibido. Por esta razón, es muy interesante observar la vinculación que el poder social establece entre sexualidad, espacio público o vigilancia, y entender la obsesión manifiesta que tiene la autoridad por acabar con la difusión o la visualización de cualquier manifestación sexual, especialmente las que no son mayoritarias, en los escenarios urbanos (tales como urinarios de estaciones de tren o centros comerciales, vestuarios de gimnasios, parques y jardines e, incluso, la calle). Es la instauración de una mirada inspeccionadora sobre el deseo, un deseo que no se debe mostrar, ni mucho menos ejercer, públicamente.
Sin embargo, también es cierto que en esta nueva sociedad cibernética en la que vivimos se empieza a producir una clara erosión de la distinción tradicional entre lo que se entiende son los espacios públicos y privados. El incremento del poder de la tecnología de la observación está confundiendo ambos espacios y los está haciendo converger en uno nuevo que no es ni una cosa ni otra, ni público ni privado, pero que sirve para aumentar de un modo significativo los mecanismos de control social. Una tecnología que nos permite ver y oír a través de las paredes, debe hacernos cambiar nuestras ideas no sólo sobre lo que se considera el ámbito de lo privado, sino incluso sobre el concepto mismo de los límites espaciales. La penetrante influencia de una sociedad computerizada aumenta considerablemente todo aquello que somos capaces de observar, el qué sabemos y dónde podemos saber más y más rápidamente. Pues, supone que podemos conocer (en tiempo real) lo que sucede en cualquier esquina del planeta, estar informados de comportamientos ajenos o participar en toda iniciativa, por peregrina que pueda ser, surgida en cualquier lugar del mundo. No nos hace falta salir a la calle, las webcams (o el Skype) nos permiten viajar sin movernos de nuestras pantallas, hablar o tener relaciones con individuos que no sabemos ni donde viven, teletransportarnos en todas direcciones, diluir los límites de la privacidad y mirar sin miedo a ser descubiertos. Estos instrumentos tecnológicos son una clara invitación a prodigarnos, travestirnos, multiplicarnos, confundirnos y diluirnos en la relación y el conocimiento de otras personas. Si queremos, todo lo podemos hacer desde casa y a través de las múltiples pantallas, ya que estamos creando una ciudad virtual inmensa donde parece que no hay ninguna restricción; las posibilidades de actuación parecen infinitas y la sensación de libertad también.
De todos modos, y si bien es cierto que la utilización de estos nuevos medios tecnológicos (tales como hablar con los teléfonos móviles o smartphones, el navegar/chatear por la Red, utilizar los sms, “whatsapps” o el “face to face”), nos permiten nuevas fuentes de información o nuevas formas de conocimiento y comunicación; tampoco lo es menos que su uso puede suponer que todos nuestros actos puedan ser interceptados, que nos tengan siempre localizados e identificados (a través de los productos que compramos, las lecturas que realizamos, las páginas web que visitamos, los contactos que hacemos, …), y les sirva para construir un perfil completo de nuestros comportamientos, gustos, ideas o creencias. Es decir, que los medios que nos abren nuevas perspectivas y experiencias hasta hace muy poco tiempo insospechadas, nos hacen también, y al mismo tiempo, más vulnerables a la vigilancia y al control exterior. Los ordenadores en combinación con las bases de datos y determinadas técnicas estadísticas, están contribuyendo a crear una nueva época de la vigilancia masiva que se caracteriza por trascender el tiempo, la distancia o las barreras físicas; y por ser casi invisible, más flexible, intensiva y extensiva que las técnicas conocidas hasta ahora. Así, los sistemas de control y vigilancia basados en la acumulación y cotejo de datos (más o menos fragmentados y parciales), o en la unión de registros informáticos distintos sobre cada persona, permiten extraer conclusiones y formular juicios que hacen posible construir sofisticados perfiles personales como un método de control directo realmente sofisticado y eficaz.
Los importantísimos progresos en la tecnología de la información y las comunicaciones ofrecen unas posibilidades de conocer la vida y los intereses de cualquier ciudadano, absolutamente impensables hasta hace muy pocos años. Vivimos en una sociedad líquida en la que la información y la comunicación viajan intensa y extensamente a una velocidad inusitada, y en la que Internet es un instrumento mucho menos seguro e incontrolable de lo que pudiéramos pensar. Entre otras razones, porque los grandes buscadores (tales como Google, Yahoo o Aol) almacenan los datos de los internautas y controlan sus direcciones de IP, lo que les convierte en un almacén de datos realmente espectacular (por la cantidad de información sensible sobre millones de personas) y apetecible para cualquier organismo ávido de conocer los hábitos (de consumo o comunicación) de sectores sociales específicos o determinados ciudadanos concretos. De tal modo que, con una clara intencionalidad política, los diferentes gobiernos de todo el mundo están obligando (de un modo más o menos sutil y con la excusa del terrorismo y la seguridad) a todos los proveedores de servicios de comunicación a mantener una capacidad de interceptación permanente. Cuando usamos Internet tenemos la sensación de no estar en ningún lugar y de que todo adquiere un carácter virtual, pero eso no es tan cierto como parece. Al menos, hoy por hoy, las conexiones son reales, sufren las fronteras nacionales y padecen las restricciones de los diferentes gobiernos (el reciente deseo de Twitter de censurar opiniones críticas en determinados países, es uno de los últimos intentos de control de la red). A pesar de lo que en algún momento pudiéramos pensar, somos como los recluidos dentro de un enorme espacio panóptico sin fronteras, habitantes de un entorno global alta y cuidadosamente vigilado las veinticuatro horas del día por unos aparatos tecnológicos cada vez más pequeños, casi invisibles, pero cada día más potentes.
Pero ahora ya no son sólo las empresas ni los organismos institucionales ni las fuerzas del orden ni tan siquiera las urbanizaciones o los hoteles privados, los únicos interesados en vigilar sus alrededores por motivos de seguridad; ahora somos –también- los propios ciudadanos los que queremos saber lo que hacen nuestros vecinos, conocer sus intenciones, espiar sus comportamientos, registrar sus actitudes…, convertirnos en múltiples pequeños ojos que conocen y controlan todo lo que acontece a nuestro alrededor. Un buen ejemplo de ello es como se ha generalizado la venta y la utilización de teléfonos móviles con cámara que permiten tomar fotografías o grabar vídeos, en los lugares más insospechados y de las situaciones más triviales, para subirlas a la Red (especialmente en páginas web especializadas en voyeurismo como You Tube o MSN Vídeo) y darlas a conocer a millones de personas, de cibervoyeurs, que están atentos para compartir las más diversas historias con cualquiera. Cada día tenemos más necesidad de registrarlo todo, aunque sean cuestiones ilegales o problemáticas (carreras de motos y coches, burlas e insultos, acosos y vejaciones…), como si lo que no se registra no existe; todo está siendo grabado para ser compartido y visionado a través de millones de pantallas. Cada vez más gente está conectada a la Red durante más tiempo viendo lo que hacen los demás y siendo testigos, ávidos de curiosidad, de cualquier acontecimiento que les sucede a los otros. Ahora ya todos somos vigilantes de los demás, ya no nos es suficiente chatear en diversos foros, ni ver fotografías de diferentes personas, ahora deseamos cámaras que nos permitan ver en directo cualquier acto o circunstancia. Queremos saberlo todo, conocerlo todo, ya no sabemos imaginar, intuir ni sugerir, es el tiempo de las pantallas que iluminan todos los rincones.
Por ello, en estas circunstancias es tan necesario el ser capaces de proyectar diferentes sistemas representacionales del tejido urbano y social que ensanchen y superen las fronteras que estratifican y organizan los espacios y el tiempo de la vida en las ciudades del siglo XXI. Se trataría de poner en pie proyectos (que se denominen arte o arquitectura), traten del manejo del espacio y de las relaciones entre cuerpos y programas, estructuras y convenciones, actitudes domésticas o institucionales, subrayando las relaciones cotidianas de las personas con su entorno para volver a reinventar nuevas convenciones. Si bien es difícil encontrar un único estatuto disciplinar que defina estas instalaciones, podríamos plantearlas desde una actitud que haciendo referencia a la «filosofía de la sospecha» foucaltiana, ponga el énfasis en la deconstrucción de los mecanismos de control y poder con los que las distintas instituciones sociales construyen sus miradas. Teniendo muy en cuenta que los diferentes espacios construidos (reales o virtuales) ejercen una decidida función persuasiva o de control, sutil pero eficaz, sobre el cuerpo humano y, entendiendo que la arquitectura es otro sistema de disciplina más que ayuda a generar procesos de normalización social en las personas que la habitan y a considerar como patológicas todas las disidencias e insumisiones que se puedan manifestar. Con este objetivo, sería interesante establecer una relación fluida entre diferentes materias y medios que nos lleve a concebir proyectos que cuestionen y expandan las maneras en las que debemos considerar la construcción de los espacios y las ciudades; elaborar alternativas a la cultura de la exhibición permanente, en la que la continua presentación de objetos consumibles (incluidos los seres humanos) aparece como el objetivo central del sistema socio-político.
Vivimos en la ciudad de la exhibición, nos exhibimos nosotros mismos, mediante nuestras ropas o el lenguaje de nuestros cuerpos, mediante signos e iconos; y todos los rituales que conforman o regulan estas experiencias posibilitan una estructura urbana que lo envuelve todo. Para evitar los estragos de los múltiples sistemas de visibilidad y control permanente sería interesante proponer unos mecanismos de defensa (lo que podríamos denominar el efecto de lo indefinido, de lo borroso o desinhibido), es decir, la potenciación de imágenes, lugares u objetos de los que nunca estemos completamente seguros de lo que estamos viendo realmente. Se trataría de potenciar estructuras urbanas dotadas de una presencia efímera y mutable en las que las fronteras, los recorridos y los mensajes parezcan confusos y donde las historias estén rotas o no se entiendan cabalmente. Optar por alentar límites difusos y espacios ambiguos para tratar de revertir y subvertir la artificialidad de las normas y de los roles sociales y sexuales que la ciudad de la sobre-exposición nos trata de imponer a diario, con el fin de evitar ese rígido orden espacial y control corporal que conforman nuestras existencias cotidianas.