Lunes, 16 de septiembre de 2013
“Me voy a poner tetas”
Por Ignacio Echevarría | Publicado el 13/09/2013 |/ El Cultural.
La semana pasada le fue concedido a Pedro Lemebel el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso 2013. Cuando se lo anunciaron por teléfono, diciéndole además que el galardón está dotado con 50.000 dólares, Lemebel declaró: “Me voy a poner tetas”. La frase resulta tanto más impactante y divertida si uno conoce el aspecto de Lemebel, y si le consta que, víctima desde hace ya meses de un cáncer de laringe, la voz con que hubo de pronunciarla sería apenas un susurro, sin duda rasgado por su ronca risa loca.
De Pedro Lemebel (Santiago de Chile, 1955) se han publicado en España únicamente tres libros: Loco afán (Anagrama, 2000), Tengo miedo torero(Anagrama, 2001) y Adiós mariquita linda (Mondadori, 2006). El primero y el tercero son colecciones de crónicas; el segundo, una novela. Entristece pensar que sea la tibia aceptación de los lectores el motivo de que no hayan circulado por aquí libros como La esquina es mi corazón (1995),De perlas y cicatrices (1998), Zanjón de la Aguada (2003) o Serenata cafiola(2008), todos ellos también de crónicas, todos soberbios.
Aunque el nombre de Lemebel no falta -no podría faltar- en ninguna de las antologías que circulan sobre la muy celebrada crónica latinoamericana actual, él no se siente demasiado cómodo en según qué compañías. Alguna vez ha dicho que “hay muchos tristes funcionarios de la crónica” a los que “les encanta viajar en clase VIP”. Lo que ellos entienden por crónica “es periodismo soplón que usa grabadora y cámara en sus allanamientos policíacos, papel picado de oficina de turismo”. Y añade: “Sin apelar al romanticismo, les falta calle, poética y rasmillón (rasguño’) urbano”.
Lo cierto es que las crónicas de Lemebel destacan muy llamativamente entre las muestras más conspicuas del género, y que así es debido a la rabia que las anima, a su poder de interpelación, a su arraigo popular, a los afilados esplendores de su estilo, al modo que tiene de exponerse él mismo en su propio cuerpo, y de afirmarse al hacerlo en su desnuda condición de ‘indio malvestido’, de desclasado, de marica, de delator, de insumiso, de escritor insobornable a los halagos de los medios que inútilmente tratan de amaestrarlo y de brindarlo como espectáculo.
En la escena literaria española no hay ni ha habido equivalente alguno a la figura de Lemebel. No lo hay desde el punto de vista de su orientación y militancia sexual, muy beligerante con “el modelo importado de estatus gay, tan de moda”, por cuanto entiende que “se suma al poder, no lo confronta, no lo transgrede”.
No lo hay tampoco desde el punto de vista de su estrategia literaria, que optó por la crónica urbana como una manera de eludir “la hipocresía ficcional” de la literatura que se hacía en Chile en los años en que él mismo emergió como escritor -los años de la transición a la democracia-, años en los que prosperó -como en España poco antes, y hasta ayer mismo- una narrativa reacia a toda idea de conflicto, a toda excavación crítica tanto del pasado como del presente, destinada a un lector que sólo acierta a percibirse en continuidad melodramática con lo que lee.
Y no lo hay, finalmente, o apenas, desde el punto de vista de su posicionamiento político, que con la misma estridencia con que se resistió al pacto de olvido y de silencio que apadrinó la democracia (la “demos-gracia”, como la llama Lemebel), se resiste a las tendencias homogenizadoras del neoliberalismo globalizador, frente al cual opone, irreductible, su propia diferencia.
Queda por destacar el modo en que esta diferencia se escenifica más allá de sus libros, ya sea por medio de la performance artística (y aquí habría que recordar la nada desdeñable faceta de Lemebel como artista visual), ya sea por medio de su indumentaria cotidiana, ese modo equívocamente mujeril que Lemebel tiene de envolverse la cabeza con un pañuelo o de asistir a según qué actos subido a unos tacones.
“Me voy a poner tetas”, susurra vestido de esta guisa. Y las risas no consiguen disimular el sobresalto, el estupor, el morbo de quienes comentan la gracia sin acabar de tener claro si lo dice en serio o qué.